Bajo la alameda, las penduleantes hojas cuentan historias, me observan bajo ellas y se ocultan de mi mirada con un zigzagueo veloz que no me permite identificarlas. Con entrecortadas risas zumban al paso del aire burlándose del caminante, vislumbrando el otoño de su vida que tantas veces ellas han vivido.
Bajo la serena luz de la luna, las estrellas aparecen y desaparecen mil veces por minuto, como guiñándome un ojo, indiscretas, se ocultan unas tras otras haciéndome comprender que la vida dura un minuto, que las cosas maravillosas hay que saborearlas como si siempre fuese la ultima vez.
Sobre la hierba, las pequeñas briznas me acarician la cara y me colman de los aromas de la tierra, de la esencia de la vida, siempre me reconocen y me dan la bienvenida esperándome con una sonrisa, como si fuese la primera vez, sabiendo que siempre he pertenecido a ella, a mi querida tierra.
Erguido con los brazos abiertos sobre una prominente roca, frente al inmenso gran azul, frente al infinito mar, respiro profundamente, cierro los ojos y sueño con antiguas batallas vividas en sus entrañas, la brisa quema la piel de mi cara, su cálida sal enturbia mi vista y vuelvo a cerrar los ojos, es entonces cuando recuerdo la perturbante levedad que me sostiene, que me otorga el privilegio de sentir.
Sentado en mi vieja silla me recuesto, vienen a mi memoria las dulces nanas de mi madre, la calidez de sus besos, y su sin vivir durante mis largas ausencias, en sus momentos de soledad frente a una hoguera triste, tan triste como el olvido de mi padre, como su lejanía, como su injustificada huida.
Abrazado a mi almohada, recojo mi cuerpo como cuando era un niño, mi perro se acurruca a mi lado y su calor me transmite paz, no me pide nada, me ofrece sus ojos, su mirada, sin darse cuenta me recuerda que no estoy solo y que, mientras sus débiles patas no le traicionen, nunca lo estaré.-
Pedro Antº.-
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